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LA VOCACIÓN DE LOS
DISCÍPULOS MISIONEROS
A LA SANTIDAD
4.1 LLAMADOS AL SEGUIMIENTO DE JESUCRISTO
129. Dios Padre sale de sí, por así decirlo, para llamarnos a participar
de su vida y de su gloria. Mediante Israel, pueblo que hace suyo,
Dios nos revela su proyecto de vida. Cada vez que Israel buscó y
necesitó a su Dios, sobre todo en las desgracias nacionales, tuvo
una singular experiencia de comunión con Él, quien lo hacía partícipe
de su verdad, su vida y su santidad. Por ello, no demoró en
testimoniar que su Dios –a diferencia de los ídolos– es el “Dios
vivo” (Dt 5, 26) que lo libera de los opresores (cf. Ex 3, 7-10), que
perdona incansablemente (cf. Ex 34, 6; Eclo 2, 11) y que restituye
la salvación perdida cuando el pueblo, envuelto “en las redes de
la muerte” (Sal 116, 3), se dirige a Él suplicante (cf. Is 38, 16). De
este Dios –que es su Padre– Jesús afirmará que “no es un Dios de
muertos, sino de vivos” (Mc 12, 27).
130. En estos últimos tiempos, nos ha hablado por medio de Jesús su
Hijo (Hb 1, 1ss), con quien llega la plenitud de los tiempos (cf. Ga
4, 4). Dios, que es Santo y nos ama, nos llama por medio de Jesús
a ser santos (cf. Ef 1, 4-5).
LA VIDA DE JESUCRISTO EN LOS DISCÍPULOS MISIONEROS
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131. El llamamiento que hace Jesús, el Maestro, conlleva una gran
novedad. En la antigüedad, los maestros invitaban a sus discípulos
a vincularse con algo trascendente, y los maestros de la Ley
les proponían la adhesión a la Ley de Moisés. Jesús invita a encontrarnos
con Él y a que nos vinculemos estrechamente a Él,
porque es la fuente de la vida (cf. Jn 15, 5-15) y sólo Él tiene palabras
de vida eterna (cf. Jn 6, 68). En la convivencia cotidiana con
Jesús y en la confrontación con los seguidores de otros maestros,
los discípulos pronto descubren dos cosas del todo originales en
la relación con Jesús. Por una parte, no fueron ellos los que escogieron
a su maestro fue Cristo quien los eligió. De otra parte, ellos
no fueron convocados para algo (purificarse, aprender la Ley…),
sino para Alguien, elegidos para vincularse íntimamente a su Persona
(cf. Mc 1, 17; 2, 14). Jesús los eligió para “que estuvieran con
Él y enviarlos a predicar” (Mc 3, 14), para que lo siguieran con la
finalidad de “ser de Él” y formar parte “de los suyos” y participar de
su misión. El discípulo experimenta que la vinculación íntima con
Jesús en el grupo de los suyos es participación de la Vida salida
de las entrañas del Padre, es formarse para asumir su mismo estilo
de vida y sus mismas motivaciones (cf. Lc 6, 40b), correr su
misma suerte y hacerse cargo de su misión de hacer nuevas todas
las cosas.
132. Con la parábola de la Vid y los Sarmientos (cf. Jn 15, 1-8), Jesús
revela el tipo de vinculación que Él ofrece y que espera de los
suyos. No quiere una vinculación como “siervos” (cf. Jn 8, 33-36),
porque “el siervo no conoce lo que hace su señor” (Jn 15, 15).
El siervo no tiene entrada a la casa de su amo, menos a su
vida. Jesús quiere que su discípulo se vincule a Él como “amigo”
y como “hermano”. El “amigo” ingresa a su Vida, haciéndola
propia. El amigo escucha a Jesús, conoce al Padre y hace fluir
su Vida (Jesucristo) en la propia existencia (cf. Jn 15, 14),
marcando la relación con todos (cf. Jn 15, 12). El “hermano” de
Jesús (cf. Jn 20, 17) participa de la vida del Resucitado, Hijo del
Padre celestial, por lo que Jesús y su discípulo comparten la
misma vida que viene del Padre, aunque Jesús por naturaleza (cf.
Jn 5, 26; 10, 30) y el discípulo por participación (cf. Jn 10, 10).
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La consecuencia inmediata de este tipo de vinculación es la
condición de hermanos que adquieren los miembros de su
comunidad.
133. Jesús los hace familiares suyos, porque comparte la misma vida
que viene del Padre y les pide, como a discípulos, una unión íntima
con Él, obediencia a la Palabra del Padre, para producir en
abundancia frutos de amor. Así lo atestigua san Juan en el prólogo
a su Evangelio: “A todos aquellos que creen en su nombre, les
dio capacidad para ser hijos de Dios”, y son hijos de Dios que “no
nacen por vía de generación humana, ni porque el hombre lo desee,
sino que nacen de Dios” (Jn 1, 12-13).
134. Como discípulos y misioneros, estamos llamados a intensificar
nuestra respuesta de fe y a anunciar que Cristo ha redimido todos
los pecados y males de la humanidad,
en el aspecto más paradójico de su misterio, la hora de
la cruz. El grito de Jesús: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué
me has abandonado?” (Mc 15, 34) no delata la angustia
de un desesperado, sino la oración del Hijo que ofrece
su vida al Padre en el amor para la salvación de
todos61.
135. La respuesta a su llamada exige entrar en la dinámica del Buen
Samaritano (cf. Lc 10, 29-37), que nos da el imperativo de
hacernos prójimos, especialmente con el que sufre, y generar
una sociedad sin excluidos, siguiendo la práctica de Jesús que
come con publicanos y pecadores (cf. Lc 5, 29-32), que acoge
a los pequeños y a los niños (cf. Mc 10, 13-16), que sana a los
leprosos (cf. Mc 1, 40-45), que perdona y libera a la mujer pecadora
(cf. Lc 7, 36-49; Jn 8, 1-11), que habla con la Samaritana
(cf. Jn 4, 1-26).
61 NMI, 25-26.
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LA VIDA DE JESUCRISTO EN LOS DISCÍPULOS MISIONEROS
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4.2 CONFIGURADOS CON EL MAESTRO
136. La admiración por la persona de Jesús, su llamada y su mirada de
amor buscan suscitar una respuesta consciente y libre desde lo
más íntimo del corazón del discípulo, una adhesión de toda su
persona al saber que Cristo lo llama por su nombre (cf. Jn 10, 3).
Es un “sí” que compromete radicalmente la libertad del discípulo
a entregarse a Jesucristo, Camino, Verdad y Vida (cf. Jn 14, 6). Es
una respuesta de amor a quien lo amó primero “hasta el extremo”
(cf. Jn 13, 1). En este amor de Jesús madura la respuesta del discípulo:
“Te seguiré adondequiera que vayas” (Lc 9, 57).
137. El Espíritu Santo, que el Padre nos regala, nos identifica con Jesús-
Camino, abriéndonos a su misterio de salvación para que seamos
hijos suyos y hermanos unos de otros; nos identifica con Jesús-
Verdad, enseñándonos a renunciar a nuestras mentiras y
propias ambiciones, y nos identifica con Jesús-Vida, permitiéndonos
abrazar su plan de amor y entregarnos para que otros “tengan
vida en Él”.
138. Para configurarse verdaderamente con el Maestro, es necesario
asumir la centralidad del Mandamiento del amor, que Él quiso
llamar suyo y nuevo: “Ámense los unos a los otros, como yo los
he amado” (Jn 15, 12). Este amor, con la medida de Jesús, de
total don de sí, además de ser el distintivo de cada cristiano, no
puede dejar de ser la característica de su Iglesia, comunidad discípula
de Cristo, cuyo testimonio de caridad fraterna será el primero
y principal anuncio, “reconocerán todos que son discípulos
míos” (Jn 13, 35).
139. En el seguimiento de Jesucristo, aprendemos y practicamos
las bienaventuranzas del Reino, el estilo de vida del mismo Jesucristo:
su amor y obediencia filial al Padre, su compasión entrañable
ante el dolor humano, su cercanía a los pobres y a los pequeños,
su fidelidad a la misión encomendada, su amor servicial
hasta el don de su vida. Hoy contemplamos a Jesucristo tal como
nos lo transmiten los Evangelios para conocer lo que Él hizo y
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para discernir lo que nosotros debemos hacer en las actuales
circunstancias.
140. Identificarse con Jesucristo es también compartir su destino: “Donde
yo esté estará también el que me sirve” (Jn 12, 26). El cristiano
corre la misma suerte del Señor, incluso hasta la cruz: “Si alguno
quiere venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue
con su cruz y que me siga” (Mc 8, 34). Nos alienta el testimonio de
tantos misioneros y mártires de ayer y de hoy en nuestros pueblos
que han llegado a compartir la cruz de Cristo hasta la entrega de
su vida.
141. Imagen espléndida de configuración al proyecto trinitario, que se
cumple en Cristo, es la Virgen María. Desde su Concepción
Inmaculada hasta su Asunción, nos recuerda que la belleza del
ser humano está toda en el vínculo de amor con la Trinidad, y
que la plenitud de nuestra libertad está en la respuesta positiva
que le damos.
142. En América Latina y El Caribe, innumerables cristianos buscan
configurarse con el Señor al encontrarlo en la escucha orante de
la Palabra, recibir su perdón en el Sacramento de la Reconciliación,
y su vida en la celebración de la Eucaristía y de los demás
sacramentos, en la entrega solidaria a los hermanos más necesitados
y en la vida de muchas comunidades que reconocen con
gozo al Señor en medio de ellos.
4.3 ENVIADOS A ANUNCIAR EL EVANGELIO DEL REINO DE VIDA
143. Jesucristo, verdadero hombre y verdadero Dios, con palabras y
acciones, con su muerte y resurrección, inaugura en medio de
nosotros el Reino de vida del Padre, que alcanzará su plenitud allí
donde no habrá más “muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor, porque
todo lo antiguo ha desaparecido” (Ap 21, 4). Durante su vida y
con su muerte en cruz, Jesús permanece fiel a su Padre y a su
voluntad (cf. Lc 22, 42). Durante su ministerio, los discípulos no
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fueron capaces de comprender que el sentido de su vida sellaba
el sentido de su muerte. Mucho menos podían comprender que,
según el designio del Padre, la muerte del Hijo era fuente de vida
fecunda para todos (cf. Jn 12, 23-24). El misterio pascual de Jesús
es el acto de obediencia y amor al Padre y de entrega por
todos sus hermanos, mediante el cual el Mesías dona plenamente
aquella vida que ofrecía en caminos y aldeas de Palestina. Por
su sacrificio voluntario, el Cordero de Dios pone su vida ofrecida
en las manos del Padre (cf. Lc 23, 46), quien lo hace salvación
“para nosotros” (1 Co 1, 30). Por el misterio pascual, el Padre sella
la nueva alianza y genera un nuevo pueblo, que tiene por fundamento
su amor gratuito de Padre que salva.
144. Al llamar a los suyos para que lo sigan, les da un encargo muy
preciso: anunciar el evangelio del Reino a todas las naciones (cf.
Mt 28, 19; Lc 24, 46-48). Por esto, todo discípulo es misionero,
pues Jesús lo hace partícipe de su misión, al mismo tiempo que
lo vincula a Él como amigo y hermano. De esta manera, como Él
es testigo del misterio del Padre, así los discípulos son testigos de
la muerte y resurrección del Señor hasta que Él vuelva. Cumplir
este encargo no es una tarea opcional, sino parte integrante de la
identidad cristiana, porque es la extensión testimonial de la vocación
misma.
145. Cuando crece la conciencia de pertenencia a Cristo, en razón de
la gratitud y alegría que produce, crece también el ímpetu de comunicar
a todos el don de ese encuentro. La misión no se limita a
un programa o proyecto, sino que es compartir la experiencia del
acontecimiento del encuentro con Cristo, testimoniarlo y anunciarlo
de persona a persona, de comunidad a comunidad, y de la
Iglesia a todos los confines del mundo (cf. Hch 1, .
146. Benedicto XVI nos recuerda que:
El discípulo, fundamentado así en la roca de la Palabra
de Dios, se siente impulsado a llevar la Buena Nueva de
la salvación a sus hermanos. Discipulado y misión son
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como las dos caras de una misma medalla: cuando el
discípulo está enamorado de Cristo, no puede dejar de
anunciar al mundo que sólo Él nos salva (cf. Hch 4, 12).
En efecto, el discípulo sabe que sin Cristo no hay luz, no
hay esperanza, no hay amor, no hay futuro62.
Esta es la tarea esencial de la evangelización, que incluye la opción
preferencial por los pobres, la promoción humana integral y
la auténtica liberación cristiana.
147. Jesús salió al encuentro de personas en situaciones muy diversas:
hombres y mujeres, pobres y ricos, judíos y extranjeros, justos
y pecadores…, invitándolos a todos a su seguimiento. Hoy
sigue invitando a encontrar en Él el amor del Padre. Por esto mismo,
el discípulo misionero ha de ser un hombre o una mujer que
hace visible el amor misericordioso del Padre, especialmente a
los pobres y pecadores.
148. Al participar de esta misión, el discípulo camina hacia la santidad.
Vivirla en la misión lo lleva al corazón del mundo. Por eso, la
santidad no es una fuga hacia el intimismo o hacia el individualismo
religioso, tampoco un abandono de la realidad urgente de los
grandes problemas económicos, sociales y políticos de América
Latina y del mundo y, mucho menos, una fuga de la realidad hacia
un mundo exclusivamente espiritual63.
4.4 ANIMADOS POR EL ESPÍRITU SANTO
149. Jesús, al comienzo de su vida pública, después de su bautismo,
fue conducido por el Espíritu Santo al desierto para prepararse a
su misión (cf. Mc 1, 12-13) y, con la oración y el ayuno, discernió
la voluntad del Padre y venció las tentaciones de seguir otros ca-
62 DI 3.
63 Cf. DI 3.
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LA VIDA DE JESUCRISTO EN LOS DISCÍPULOS MISIONEROS
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minos. Ese mismo Espíritu acompañó a Jesús durante toda su
vida (cf. Hch 10, 38). Una vez resucitado, comunicó su Espíritu
vivificador a los suyos (cf. Hch 2, 33).
150. A partir de Pentecostés, la Iglesia experimenta de inmediato fecundas
irrupciones del Espíritu, vitalidad divina que se expresa en
diversos dones y carismas (cf. 1 Co 12, 1-11) y variados oficios
que edifican la Iglesia y sirven a la evangelización (cf. 1 Co 12, 28-
29). Por estos dones del Espíritu, la comunidad extiende el ministerio
salvífico del Señor hasta que Él de nuevo se manifieste al
final de los tiempos (cf. 1 Co 1, 6-7). El Espíritu en la Iglesia forja
misioneros decididos y valientes como Pedro (cf. Hch 4, 13) y Pablo
(cf. Hch 13, 9), señala los lugares que deben ser evangelizados
y elige a quiénes deben hacerlo (cf. Hch 13, 2).
151. La Iglesia, en cuanto marcada y sellada “con Espíritu Santo y fuego”
(Mt 3, 11), continúa la obra del Mesías, abriendo para el creyente
las puertas de la salvación (cf. 1 Co 6, 11). Pablo lo afirma de
este modo: “Ustedes son una carta de Cristo redactada por ministerio
nuestro y escrita no con tinta, sino con el Espíritu de Dios
vivo” (2 Co 3, 3). El mismo y único Espíritu guía y fortalece a la
Iglesia en el anuncio de la Palabra, en la celebración de la fe y en
el servicio de la caridad, hasta que el Cuerpo de Cristo alcance la
estatura de su Cabeza (cf. Ef 4, 15-16). De este modo, por la eficaz
presencia de su Espíritu, Dios asegura hasta la parusía su propuesta
de vida para hombres y mujeres de todos los tiempos y
lugares, impulsando la transformación de la historia y sus
dinamismos. Por tanto, el Señor sigue derramando hoy su Vida
por la labor de la Iglesia que, con “la fuerza del Espíritu Santo
enviado desde el cielo” (1 P 1, 12), continúa la misión que Jesucristo
recibió de su Padre (cf. Jn 20, 21).
152. Jesús nos transmitió las palabras de su Padre y es el Espíritu quien
recuerda a la Iglesia las palabras de Cristo (cf. Jn 14, 26). Ya, desde
el principio, los discípulos habían sido formados por Jesús en
el Espíritu Santo (cf. Hch 1, 2); es, en la Iglesia, el Maestro interior
que conduce al conocimiento de la verdad total, formando discí105
pulos y misioneros. Esta es la razón por la cual los seguidores de
Jesús deben dejarse guiar constantemente por el Espíritu (cf. Ga
5, 25), y hacer propia la pasión por el Padre y el Reino: anunciar la
Buena Nueva a los pobres, curar a los enfermos, consolar a los
tristes, liberar a los cautivos y anunciar a todos el año de gracia
del Señor (cf. Lc 4, 18-19).
153. Esta realidad se hace presente en nuestra vida por obra del Espíritu
Santo que, también, a través de los sacramentos, nos ilumina y
vivifica. En virtud del Bautismo y la Confirmación, somos llamados
a ser discípulos misioneros de Jesucristo y entramos a la comunión
trinitaria en la Iglesia, la cual tiene su cumbre en la Eucaristía,
que es principio y proyecto de misión del cristiano. “Así,
pues, la Santísima Eucaristía lleva la iniciación cristiana a su plenitud
y es como el centro y fin de toda la vida sacramental”64.
64 SC 17.
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