Aparecida
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DocAparecida


DISCURSO INAUGURAL DE
SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

Domingo 13 de mayo de 2007

Queridos hermanos en el episcopado,

amados sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos.

Queridos observadores de otras confesiones religiosas:

Es motivo de gran alegría estar hoy aquí con vosotros para

inaugurar la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano

y del Caribe, que se celebra junto al santuario

de Nuestra Señora Aparecida, Patrona del Brasil. Quiero que mis primeras

palabras sean de acción de gracias y de alabanza a Dios por el

gran don de la fe cristiana a las gentes de este continente.

Deseo agradecer igualmente las amables palabras del señor cardenal

Francisco Javier Errázuriz Ossa, arzobispo de Santiago de Chile y

presidente del CELAM, pronunciadas en nombre también de los otros

dos presidentes de esta Conferencia General y de los participantes en la

misma.

1. LA FE CRISTIANA EN AMÉRICA LATINA

La fe en Dios ha animado la vida y la cultura de estos pueblos durante

más de cinco siglos. Del encuentro de esa fe con las etnias originarias

ha nacido la rica cultura cristiana de este continente expresada

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en el arte, la música, la literatura y, sobre todo, en las tradiciones religiosas

y en la idiosincrasia de sus gentes, unidas por una misma historia

y un mismo credo, y formando una gran sintonía en la diversidad de

culturas y de lenguas. En la actualidad, esa misma fe ha de afrontar

serios retos, pues están en juego el desarrollo armónico de la sociedad

y la identidad católica de sus pueblos. A este respecto, la V Conferencia

General va a reflexionar sobre esta situación para ayudar a los fieles

cristianos a vivir su fe con alegría y coherencia, a tomar conciencia de

ser discípulos y misioneros de Cristo, enviados por Él al mundo para

anunciar y dar testimonio de nuestra fe y amor.

Pero, ¿qué ha significado la aceptación de la fe cristiana para los

pueblos de América Latina y del Caribe? Para ellos ha significado conocer

y acoger a Cristo, el Dios desconocido que sus antepasados, sin

saberlo, buscaban en sus ricas tradiciones religiosas. Cristo era el Salvador

que anhelaban silenciosamente. Ha significado también haber

recibido, con las aguas del bautismo, la vida divina que los hizo hijos de

Dios por adopción; haber recibido, además, el Espíritu Santo que ha

venido a fecundar sus culturas, purificándolas y desarrollando los numerosos

gérmenes y semillas que el Verbo encarnado había puesto en

ellas, orientándolas así por los caminos del Evangelio. En efecto, el

anuncio de Jesús y de su Evangelio no supuso, en ningún momento,

una alienación de las culturas precolombinas, ni fue una imposición de

una cultura extraña. Las auténticas culturas no están cerradas en sí mismas

ni petrificadas en un determinado punto de la historia, sino que

están abiertas, más aún, buscan el encuentro con otras culturas, esperan

alcanzar la universalidad en el encuentro y el diálogo con otras formas

de vida y con los elementos que puedan llevar a una nueva síntesis

en la que se respete siempre la diversidad de las expresiones y de su

realización cultural concreta.

En última instancia, sólo la verdad unifica y su prueba es el amor.

Por eso Cristo, siendo realmente el Logos encarnado, “el amor hasta el

extremo”, no es ajeno a cultura alguna ni a ninguna persona; por el

contrario, la respuesta anhelada en el corazón de las culturas es lo que

les da su identidad última, uniendo a la humanidad y respetando a la

vez la riqueza de las diversidades, abriendo a todos al crecimiento en la

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verdadera humanización, en el auténtico progreso. El Verbo de Dios,

haciéndose carne en Jesucristo, se hizo también historia y cultura.

La utopía de volver a dar vida a las religiones precolombinas, separándolas

de Cristo y de la Iglesia universal, no sería un progreso, sino

un retroceso. En realidad sería una involución hacia un momento

histórico anclado en el pasado.

La sabiduría de los pueblos originarios les llevó afortunadamente a

formar una síntesis entre sus culturas y la fe cristiana que los misioneros

les ofrecían. De allí ha nacido la rica y profunda religiosidad popular,

en la cual aparece el alma de los pueblos latinoamericanos:

– El amor a Cristo sufriente, el Dios de la compasión, del perdón

y de la reconciliación; el Dios que nos ha amado hasta entregarse

por nosotros;

– el amor al Señor presente en la Eucaristía, el Dios encarnado,

muerto y resucitado para ser Pan de vida;

– el Dios cercano a los pobres y a los que sufren;

– la profunda devoción a la Santísima Virgen de Guadalupe, de

Aparecida o de las diversas advocaciones nacionales y locales.

Cuando la Virgen de Guadalupe se apareció al indio san

Juan Diego le dijo estas significativas palabras: “¿No estoy yo

aquí que soy tu madre?, ¿no estás bajo mi sombra y resguardo?,

¿no soy yo la fuente de tu alegría?, ¿no estás en el hueco

de mi manto, en el cruce de mis brazos?” (Nican Mopohua,

nn. 118-119).

– Esta religiosidad se expresa también en la devoción a los santos

con sus fiestas patronales, en el amor al Papa y a los demás

pastores, en el amor a la Iglesia universal como gran familia de

Dios que nunca puede ni debe dejar solos o en la miseria a sus

propios hijos. Todo ello forma el gran mosaico de la religiosidad

popular que es el precioso tesoro de la Iglesia católica en

América Latina, y que ella debe proteger, promover y, en lo

que fuera necesario, también purificar.

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2. CONTINUIDAD CON LAS OTRAS CONFERENCIAS

Esta V Conferencia General se celebra en continuidad con las otras

cuatro que la precedieron en Río de Janeiro, Medellín, Puebla y Santo

Domingo. Con el mismo espíritu que las animó, los pastores quieren

dar ahora un nuevo impulso a la evangelización, a fin de que estos pueblos

sigan creciendo y madurando en su fe, para ser luz del mundo y

testigos de Jesucristo con la propia vida.

Después de la IV Conferencia General, en Santo Domingo, muchas

cosas han cambiado en la sociedad. La Iglesia, que participa de

los gozos y esperanzas, de las penas y alegrías de sus hijos, quiere caminar

a su lado en este período de tantos desafíos, para infundirles

siempre esperanza y consuelo (cf. Gaudium et spes, 1).

En el mundo de hoy se da el fenómeno de la globalización como

un entramado de relaciones a nivel planetario. Aunque en ciertos aspectos

es un logro de la gran familia humana y una señal de su profunda

aspiración a la unidad, sin embargo comporta también el riesgo de

los grandes monopolios y de convertir el lucro en valor supremo. Como

en todos los campos de la actividad humana, la globalización debe

regirse también por la ética, poniendo todo al servicio de la persona

humana, creada a imagen y semejanza de Dios.

En América Latina y El Caribe, igual que en otras regiones, se ha

evolucionado hacia la democracia, aunque haya motivos de preocupación

ante formas de gobierno autoritarias o sujetas a ciertas ideologías

que se creían superadas, y que no corresponden con la visión cristiana

del hombre y de la sociedad, como nos enseña la doctrina social de la

Iglesia. Por otra parte, la economía liberal de algunos países latinoamericanos

ha de tener presente la equidad, pues siguen aumentando los

sectores sociales que se ven probados cada vez más por una enorme

pobreza o incluso expoliados de los propios bienes naturales.

En las Comunidades eclesiales de América Latina es notable la

madurez en la fe de muchos laicos y laicas activos y entregados al Señor,

junto con la presencia de muchos abnegados catequistas, de tan11

DISCURSO INAUGURAL DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

tos jóvenes, de nuevos movimientos eclesiales y de recientes Institutos

de vida consagrada. Se demuestran fundamentales muchas obras católicas

educativas, asistenciales y hospitalarias. Se percibe, sin embargo,

un cierto debilitamiento de la vida cristiana en el conjunto de la

sociedad y de la propia pertenencia a la Iglesia católica debido al

secularismo, al hedonismo, al indiferentismo y al proselitismo de numerosas

sectas, de religiones animistas y de nuevas expresiones

seudorreligiosas.

Todo ello configura una situación nueva que será analizada aquí,

en Aparecida. Ante la nueva encrucijada, los fieles esperan de esta V

Conferencia una renovación y revitalización de su fe en Cristo, nuestro

único Maestro y Salvador, que nos ha revelado la experiencia única del

amor infinito de Dios Padre a los hombres. De esta fuente podrán surgir

nuevos caminos y proyectos pastorales creativos, que infundan una firme

esperanza para vivir de manera responsable y gozosa la fe e irradiarla

así en el propio ambiente.

3. DISCÍPULOS Y MISIONEROS

Esta Conferencia General tiene como tema: “Discípulos y misioneros

de Jesucristo para que nuestros pueblos en Él tengan vida” (Jn

14, 6).

La Iglesia tiene la gran tarea de custodiar y alimentar la fe del pueblo

de Dios, y recordar también a los fieles de este continente que, en

virtud de su bautismo, están llamados a ser discípulos y misioneros de

Jesucristo. Esto conlleva seguirlo, vivir en intimidad con Él, imitar su

ejemplo y dar testimonio. Todo bautizado recibe de Cristo, como los

Apóstoles, el mandato de la misión: “Id por todo el mundo y proclamad

la buena nueva a toda la creación. El que crea y sea bautizado, se salvará”

(Mc 16, 15). Pues ser discípulos y misioneros de Jesucristo y buscar

la vida “en Él” supone estar profundamente enraizados en Él.

¿Qué nos da Cristo realmente? ¿Por qué queremos ser discípulos

de Cristo? Porque esperamos encontrar en la comunión con Él la vida,

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la verdadera vida digna de este nombre, y por esto queremos darlo a

conocer a los demás, comunicarles el don que hemos hallado en Él.

Pero, ¿es esto así? ¿Estamos realmente convencidos de que Cristo es el

camino, la verdad y la vida?

Ante la prioridad de la fe en Cristo y de la vida “en Él”, formulada en

el título de esta V Conferencia, podría surgir también otra cuestión: esta

prioridad, ¿no podría ser acaso una fuga hacia el intimismo, hacia el

individualismo religioso, un abandono de la realidad urgente de los

grandes problemas económicos, sociales y políticos de América Latina

y del mundo, y una fuga de la realidad hacia un mundo espiritual?

Como primer paso podemos responder a esta pregunta con otra:

¿Qué es esta “realidad”? ¿Qué es lo real? ¿Son “realidad” sólo los bienes

materiales, los problemas sociales, económicos y políticos? Aquí

está precisamente el gran error de las tendencias dominantes en el último

siglo, error destructivo, como demuestran los resultados tanto de

los sistemas marxistas como incluso de los capitalistas. Falsifican el

concepto de realidad con la amputación de la realidad fundante y por

esto decisiva, que es Dios. Quien excluye a Dios de su horizonte falsifica

el concepto de “realidad” y, en consecuencia, sólo puede terminar en

caminos equivocados y con recetas destructivas.

La primera afirmación fundamental es, pues, la siguiente: sólo quien

reconoce a Dios, conoce la realidad y puede responder a ella de

modo adecuado y realmente humano. La verdad de esta tesis resulta

evidente ante el fracaso de todos los sistemas que ponen a Dios entre

paréntesis.

Pero surge inmediatamente otra pregunta: ¿Quién conoce a Dios?

¿Cómo podemos conocerlo? No podemos entrar aquí en un complejo

debate sobre esta cuestión fundamental. Para el cristiano el núcleo de

la respuesta es simple: sólo Dios conoce a Dios, sólo su Hijo que es

Dios de Dios, Dios verdadero, lo conoce. Y Él, “que está en el seno

del Padre, lo ha contado” (Jn 1, 18). De aquí la importancia única e

insustituible de Cristo para nosotros, para la humanidad. Si no conocemos

a Dios en Cristo y con Cristo, toda la realidad se convierte en un

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DISCURSO INAUGURAL DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

enigma indescifrable; no hay camino y, al no haber camino, no hay vida

ni verdad.

Dios es la realidad fundante, no un Dios sólo pensado o hipotético,

sino el Dios de rostro humano; es el Dios-con-nosotros, el Dios del amor

hasta la cruz. Cuando el discípulo llega a la comprensión de este amor

de Cristo “hasta el extremo”, no puede dejar de responder a este amor

si no es con un amor semejante: “Te seguiré adondequiera que vayas”

(Lc 9, 57).

Todavía nos podemos hacer otra pregunta: ¿Qué nos da la fe en

este Dios? La primera respuesta es: nos da una familia, la familia universal

de Dios en la Iglesia católica. La fe nos libera del aislamiento del yo,

porque nos lleva a la comunión: el encuentro con Dios es, en sí mismo

y como tal, encuentro con los hermanos, un acto de convocación, de

unificación, de responsabilidad hacia el otro y hacia los demás. En este

sentido, la opción preferencial por los pobres está implícita en la fe

cristológica en aquel Dios que se ha hecho pobre por nosotros, para

enriquecernos con su pobreza (cf. 2 Co 8, 9).

Pero antes de afrontar lo que comporta el realismo de la fe en el

Dios hecho hombre, tenemos que profundizar en la pregunta: ¿Cómo

conocer realmente a Cristo para poder seguirlo y vivir con Él, para encontrar

la vida en Él y para comunicar esta vida a los demás, a la sociedad

y al mundo? Ante todo, Cristo se nos da a conocer en su persona,

en su vida y en su doctrina por medio de la palabra de Dios. Al iniciar la

nueva etapa que la Iglesia misionera de América Latina y del Caribe se

dispone a emprender, a partir de esta V Conferencia General en Aparecida,

es condición indispensable el conocimiento profundo de la palabra

de Dios.

Por esto, hay que educar al pueblo en la lectura y meditación de la

palabra de Dios: que ella se convierta en su alimento para que, por

propia experiencia, vean que las palabras de Jesús son espíritu y vida

(cf. Jn 6, 63). De lo contrario, ¿cómo van a anunciar un mensaje

cuyo contenido y espíritu no conocen a fondo? Hemos de fundamentar

nuestro compromiso misionero y toda nuestra vida en la roca de la

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palabra de Dios. Para ello, animo a los pastores a esforzarse en darla a

conocer.

Un gran medio para introducir al pueblo de Dios en el misterio de

Cristo es la catequesis. En ella se transmite de forma sencilla y substancial

el mensaje de Cristo. Convendrá por tanto intensificar la catequesis

y la formación en la fe, tanto de los niños como de los jóvenes y adultos.

La reflexión madura de la fe es luz para el camino de la vida y fuerza

para ser testigos de Cristo. Para ello se dispone de instrumentos muy

valiosos como son el Catecismo de la Iglesia católica y su versión más

breve, el Compendio del Catecismo de la Iglesia católica.

En este campo no hay que limitarse sólo a las homilías, conferencias,

cursos de Biblia o teología, sino que se ha de recurrir también a

los medios de comunicación: prensa, radio y televisión, sitios de internet,

foros y tantos otros sistemas para comunicar eficazmente el mensaje

de Cristo a un gran número de personas.

En este esfuerzo por conocer el mensaje de Cristo y hacerlo guía

de la propia vida, hay que recordar que la evangelización ha ido unida

siempre a la promoción humana y a la auténtica liberación cristiana.

“Amor a Dios y amor al prójimo se funden entre sí: en el más humilde

encontramos a Jesús mismo y en Jesús encontramos a Dios” (Deus

caritas est, 15). Por lo mismo, será también necesaria una catequesis

social y una adecuada formación en la doctrina social de la Iglesia, siendo

muy útil para ello el Compendio de la doctrina social de la Iglesia. La

vida cristiana no se expresa solamente en las virtudes personales, sino

también en las virtudes sociales y políticas.

El discípulo, fundamentado así en la roca de la palabra de Dios, se

siente impulsado a llevar la buena nueva de la salvación a sus hermanos.

Discipulado y misión son como las dos caras de una misma medalla:

cuando el discípulo está enamorado de Cristo, no puede dejar de

anunciar al mundo que sólo Él nos salva (cf. Hch 4, 12). En efecto, el

discípulo sabe que sin Cristo no hay luz, no hay esperanza, no hay amor,

no hay futuro.

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4. “PARA QUE EN ÉL TENGAN VIDA

Los pueblos latinoamericanos y caribeños tienen derecho a una

vida plena, propia de los hijos de Dios, con unas condiciones más humanas:

libres de las amenazas del hambre y de toda forma de violencia.

Para estos pueblos, sus pastores han de fomentar una cultura de la vida

que permita, como decía mi predecesor Pablo VI,

pasar de la miseria a la posesión de lo necesario, a la adquisición

de la cultura... a la cooperación en el bien común...

hasta el reconocimiento, por parte del hombre, de los valores

supremos y de Dios, que de ellos es la fuente y el fin (Populorum

progressio, 21).

En este contexto me es grato recordar la encíclica Populorum

progressio, cuyo 40° aniversario recordamos este año. Este documento

pontificio pone en evidencia que el desarrollo auténtico ha de ser integral,

es decir, orientado a la promoción de todo el hombre y de todos

los hombres (cf. n. 14), e invita a todos a suprimir las graves desigualdades

sociales y las enormes diferencias en el acceso a los bienes. Estos

pueblos anhelan, sobre todo, la plenitud de vida que Cristo nos ha traído:

“Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn

10, 10). Con esta vida divina se desarrolla también en plenitud la existencia

humana, en su dimensión personal, familiar, social y cultural.

Para formar al discípulo y sostener al misionero en su gran tarea, la

Iglesia les ofrece, además del Pan de la Palabra, el Pan de la Eucaristía.

A este respecto nos inspira e ilumina la página del Evangelio sobre los

discípulos de Emaús. Cuando éstos se sientan a la mesa y reciben de

Jesucristo el pan bendecido y partido, se les abren los ojos, descubren

el rostro del Resucitado, sienten en su corazón que es verdad todo lo

que Él ha dicho y hecho, y que ya ha iniciado la redención del mundo.

Cada domingo y cada Eucaristía es un encuentro personal con Cristo.

Al escuchar la palabra divina, el corazón arde porque es Él quien la

explica y proclama. Cuando en la Eucaristía se parte el pan, es a Él a

quien se recibe personalmente. La Eucaristía es el alimento indispensable

para la vida del discípulo y misionero de Cristo.

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La misa dominical, centro de la vida cristiana

De aquí la necesidad de dar prioridad, en los programas pastorales,

a la valorización de la misa dominical. Hemos de motivar a los cristianos

para que participen en ella activamente y, si es posible, mejor con

la familia. La asistencia de los padres con sus hijos a la celebración

eucarística dominical es una pedagogía eficaz para comunicar la fe y

un estrecho vínculo que mantiene la unidad entre ellos. El domingo ha

significado, a lo largo de la vida de la Iglesia, el momento privilegiado

del encuentro de las comunidades con el Señor resucitado.

Es necesario que los cristianos experimenten que no siguen a un

personaje de la historia pasada, sino a Cristo vivo, presente en el hoy y

el ahora de sus vidas. Él es el Viviente que camina a nuestro lado, descubriéndonos

el sentido de los acontecimientos, del dolor y de la muerte,

de la alegría y de la fiesta, entrando en nuestras casas y permaneciendo

en ellas, alimentándonos con el Pan que da la vida. Por eso la

celebración dominical de la Eucaristía ha de ser el centro de la vida

cristiana.

El encuentro con Cristo en la Eucaristía suscita el compromiso de

la evangelización y el impulso a la solidaridad; despierta en el cristiano

el fuerte deseo de anunciar el Evangelio y testimoniarlo en la sociedad

para que sea más justa y humana. De la Eucaristía ha brotado a lo largo

de los siglos un inmenso caudal de caridad, de participación en las

dificultades de los demás, de amor y de justicia. ¡Sólo de la Eucaristía

brotará la civilización del amor, que transformará Latinoamérica y El

Caribe para que, además de ser el continente de la esperanza, sea también

el continente del amor!

Los problemas sociales y políticos

Llegados a este punto podemos preguntarnos: ¿Cómo puede contribuir

la Iglesia a la solución de los urgentes problemas sociales y políticos,

y responder al gran desafío de la pobreza y de la miseria? Los

problemas de América Latina y del Caribe, así como del mundo de hoy,

son múltiples y complejos, y no se pueden afrontar con programas

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DISCURSO INAUGURAL DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

generales. Sin embargo, la cuestión fundamental sobre el modo como

la Iglesia, iluminada por la fe en Cristo, deba reaccionar ante estos desafíos,

nos concierne a todos. En este contexto es inevitable hablar del

problema de las estructuras, sobre todo de las que crean injusticia. En

realidad, las estructuras justas son una condición sin la cual no es posible

un orden justo en la sociedad. Pero, ¿cómo nacen?, ¿cómo funcionan?

Tanto el capitalismo como el marxismo prometieron encontrar el

camino para la creación de estructuras justas y afirmaron que éstas,

una vez establecidas, funcionarían por sí mismas; afirmaron que no sólo

no habrían tenido necesidad de una precedente moralidad individual,

sino que ellas fomentarían la moralidad común. Y esta promesa ideológica

se ha demostrado que es falsa. Los hechos lo ponen de manifiesto.

El sistema marxista, donde ha gobernado, no sólo ha dejado una

triste herencia de destrucciones económicas y ecológicas, sino también

una dolorosa opresión de las almas. Y lo mismo vemos también

en Occidente, donde crece constantemente la distancia entre pobres y

ricos y se produce una inquietante degradación de la dignidad personal

con la droga, el alcohol y los sutiles espejismos de felicidad.

Las estructuras justas son, como he dicho, una condición indispensable

para una sociedad justa, pero no nacen ni funcionan sin un

consenso moral de la sociedad sobre los valores fundamentales y sobre

la necesidad de vivir estos valores con las necesarias renuncias, incluso

contra el interés personal.

Donde Dios está ausente –el Dios del rostro humano de Jesucristo–

estos valores no se muestran con toda su fuerza, ni se produce un

consenso sobre ellos. No quiero decir que los no creyentes no puedan

vivir una moralidad elevada y ejemplar; digo solamente que una sociedad

en la que Dios está ausente no encuentra el consenso necesario

sobre los valores morales y la fuerza para vivir según la pauta de estos

valores, aun contra los propios intereses.

Por otro lado, las estructuras justas han de buscarse y elaborarse a

la luz de los valores fundamentales, con todo el empeño de la razón

política, económica y social. Son una cuestión de la recta ratio y no

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provienen de ideologías ni de sus promesas. Ciertamente existe un tesoro

de experiencias políticas y de conocimientos sobre los problemas

sociales y económicos, que evidencian elementos fundamentales de

un Estado justo y los caminos que se han de evitar. Pero en situaciones

culturales y políticas diversas, y en el cambio progresivo de las tecnologías

y de la realidad histórica mundial, se han de buscar de manera

racional las respuestas adecuadas y debe crearse –con los compromisos

indispensables– el consenso sobre las estructuras que se han de

establecer.

Este trabajo político no es competencia inmediata de la Iglesia. El

respeto de una sana laicidad –incluso con la pluralidad de las posiciones

políticas– es esencial en la tradición cristiana. Si la Iglesia comenzara

a transformarse directamente en sujeto político, no haría más por

los pobres y por la justicia, sino que haría menos, porque perdería su

independencia y su autoridad moral, identificándose con una única vía

política y con posiciones parciales opinables. La Iglesia es abogada de

la justicia y de los pobres precisamente al no identificarse con los políticos

ni con los intereses de partido. Sólo siendo independiente puede

enseñar los grandes criterios y los valores inderogables, orientar las

conciencias y ofrecer una opción de vida que va más allá del ámbito

político. Formar las conciencias, ser abogada de la justicia y de la verdad,

educar en las virtudes individuales y políticas, es la vocación fundamental

de la Iglesia en este sector. Y los laicos católicos deben ser

conscientes de su responsabilidad en la vida pública; deben estar presentes

en la formación de los consensos necesarios y en la oposición

contra las injusticias.

Las estructuras justas jamás serán completas de modo definitivo;

por la constante evolución de la historia, han de ser siempre renovadas

y actualizadas; han de estar animadas siempre por un ethos político y

humano, por cuya presencia y eficiencia se ha de trabajar siempre. Con

otras palabras, la presencia de Dios, la amistad con el Hijo de Dios

encarnado, la luz de su Palabra, son siempre condiciones fundamentales

para la presencia y eficiencia de la justicia y del amor en nuestras

sociedades.

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DISCURSO INAUGURAL DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

Por tratarse de un continente de bautizados, conviene colmar la

notable ausencia, en el ámbito político, comunicativo y universitario,

de voces e iniciativas de líderes católicos de fuerte personalidad y de

vocación abnegada, que sean coherentes con sus convicciones éticas

y religiosas. Los movimientos eclesiales tienen aquí un amplio campo

para recordar a los laicos su responsabilidad y su misión de llevar la luz

del Evangelio a la vida pública, cultural, económica y política.

5. OTROS CAMPOS PRIORITARIOS

Para llevar a cabo la renovación de la Iglesia a vosotros confiada en

estas tierras, quisiera fijar la atención con vosotros sobre algunos campos

que considero prioritarios en esta nueva etapa.

La familia

La familia, “patrimonio de la humanidad”, constituye uno de los

tesoros más importantes de los pueblos latinoamericanos. Ella ha sido

y es escuela de la fe, palestra de valores humanos y cívicos, hogar en el

que la vida humana nace y se acoge generosa y responsablemente. Sin

embargo, en la actualidad sufre situaciones adversas provocadas por el

secularismo y el relativismo ético, por los diversos flujos migratorios

internos y externos, por la pobreza, por la inestabilidad social y por legislaciones

civiles contrarias al matrimonio que, al favorecer los

anticonceptivos y el aborto, amenazan el futuro de los pueblos.

En algunas familias de América Latina persiste aún por desgracia

una mentalidad machista, ignorando la novedad del cristianismo que

reconoce y proclama la igual dignidad y responsabilidad de la mujer

respecto al hombre.

La familia es insustituible para la serenidad personal y para la educación

de los hijos. Las madres que quieren dedicarse plenamente a la

educación de sus hijos y al servicio de la familia han de gozar de las

condiciones necesarias para poderlo hacer, y para ello tienen derecho a

contar con el apoyo del Estado. En efecto, el papel de la madre es fundamental

para el futuro de la sociedad.

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El padre, por su parte, tiene el deber de ser verdaderamente padre,

que ejerce su indispensable responsabilidad y colaboración en la educación

de sus hijos. Los hijos, para su crecimiento integral, tienen el

derecho de poder contar con el padre y la madre, para que cuiden de

ellos y los acompañen hacia la plenitud de su vida. Es necesaria, pues,

una pastoral familiar intensa y vigorosa. Es indispensable también promover

políticas familiares auténticas que respondan a los derechos de

la familia como sujeto social imprescindible. La familia forma parte del

bien de los pueblos y de la humanidad entera.

Los sacerdotes

Los primeros promotores del discipulado y de la misión son aquellos

que han sido llamados “para estar con Jesús y ser enviados a predicar”

(cf. Mc 3, 14), es decir, los sacerdotes. Ellos deben recibir, de manera

preferencial, la atención y el cuidado paterno de sus obispos, pues

son los primeros agentes de una auténtica renovación de la vida cristiana

en el pueblo de Dios. A ellos les quiero dirigir una palabra de afecto

paterno, deseando que el Señor sea el lote de su heredad y su copa (cf.

Sal 16, 5). Si el sacerdote tiene a Dios como fundamento y centro de su

vida, experimentará la alegría y la fecundidad de su vocación. El sacerdote

debe ser ante todo un “hombre de Dios” (1 Tm 6, 11) que conoce

a Dios directamente, que tiene una profunda amistad personal con Jesús,

que comparte con los demás los mismos sentimientos de Cristo

(cf. Flp 2, 5). Sólo así el sacerdote será capaz de llevar a los hombres a

Dios, encarnado en Jesucristo, y de ser representante de su amor.

Para cumplir su elevada tarea, el sacerdote debe tener una sólida

estructura espiritual y vivir toda su vida animado por la fe, la esperanza

y la caridad. Debe ser, como Jesús, un hombre que busque, a través de

la oración, el rostro y la voluntad de Dios, y que cuide también su preparación

cultural e intelectual.

Queridos sacerdotes de este continente y todos los que habéis venido

aquí como misioneros a trabajar, el Papa os acompaña en vuestra

actividad pastoral y desea que estéis llenos de alegría y esperanza, y

sobre todo reza por vosotros.

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DISCURSO INAUGURAL DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

Religiosos, religiosas y consagrados

Quiero dirigirme también a los religiosos, a las religiosas y a los

laicos consagrados. La sociedad latinoamericana y caribeña necesita

vuestro testimonio: en un mundo que muchas veces busca ante todo el

bienestar, la riqueza y el placer como objetivo de la vida, y que exalta la

libertad prescindiendo de la verdad sobre el hombre creado por Dios,

vosotros sois testigos de que hay una manera diferente de vivir con

sentido; recordad a vuestros hermanos y hermanas que el reino de Dios

ya ha llegado; que la justicia y la verdad son posibles si nos abrimos a la

presencia amorosa de Dios nuestro Padre, de Cristo nuestro hermano y

Señor, y del Espíritu Santo nuestro Consolador.

Con generosidad, e incluso con heroísmo, seguid trabajando para

que en la sociedad reine el amor, la justicia, la bondad, el servicio y la

solidaridad, según el carisma de vuestros fundadores. Abrazad con profunda

alegría vuestra consagración, que es medio de santificación para

vosotros y de redención para vuestros hermanos.

La Iglesia de América Latina os da las gracias por el gran trabajo

que habéis realizado a lo largo de los siglos por el Evangelio de Cristo

en favor de vuestros hermanos, sobre todo de los más pobres y marginados.

Os invito a todos a colaborar siempre con los obispos, trabajando

unidos a ellos, que son los responsables de la pastoral. Os exhorto

también a la obediencia sincera a la autoridad de la Iglesia. Tened como

único objetivo la santidad, de acuerdo con las enseñanzas de vuestros

fundadores.

Los laicos

En estos momentos en que la Iglesia de este continente se entrega

plenamente a su vocación misionera, recuerdo a los laicos que también

ellos son Iglesia, asamblea convocada por Cristo para llevar su

testimonio al mundo entero. Todos los bautizados deben tomar conciencia

de que han sido configurados con Cristo sacerdote, profeta y

pastor, por el sacerdocio común del pueblo de Dios. Deben sentirse

corresponsables en la edificación de la sociedad según los criterios del

Evangelio, con entusiasmo y audacia, en comunión con sus pastores.

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Muchos de vosotros pertenecéis a movimientos eclesiales, en los

que podemos ver signos de la multiforme presencia y acción

santificadora del Espíritu Santo en la Iglesia y en la sociedad actual.

Estáis llamados a llevar al mundo el testimonio de Jesucristo y a ser

fermento del amor de Dios en la sociedad.

Los jóvenes y la pastoral vocacional

En América Latina, la mayoría de la población está formada por

jóvenes. A este respecto, debemos recordarles que su vocación consiste

en ser amigos de Cristo, sus discípulos, centinelas de la mañana,

como solía decir mi predecesor Juan Pablo II. Los jóvenes no tienen

miedo del sacrificio, sino de una vida sin sentido. Son sensibles a la

llamada de Cristo que les invita a seguirle. Pueden responder a esa llamada

como sacerdotes, como consagrados y consagradas, o como

padres y madres de familia, dedicados totalmente a servir a sus hermanos

con todo su tiempo y capacidad de entrega, con su vida entera.

Los jóvenes afrontan la vida como un descubrimiento continuo, sin

dejarse llevar por las modas o las mentalidades en boga, sino procediendo

con una profunda curiosidad sobre el sentido de la vida y sobre

el misterio de Dios, Padre creador, y de Dios Hijo, nuestro redentor

dentro de la familia humana. Deben comprometerse también en una

continua renovación del mundo a la luz de Dios. Más aún, deben oponerse

a los fáciles espejismos de la felicidad inmediata y de los paraísos

engañosos de la droga, del placer, del alcohol, así como a todo tipo de

violencia.

6. “QUÉDATE CON NOSOTROS

Los trabajos de esta V Conferencia General nos llevan a hacer nuestra

la súplica de los discípulos de Emaús: “Quédate con nosotros, porque

atardece y el día ya ha declinado” (Lc 24, 29).

Quédate con nosotros, Señor, acompáñanos aunque no siempre

hayamos sabido reconocerte. Quédate con nosotros,

porque en torno a nosotros se van haciendo más densas las

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DISCURSO INAUGURAL DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

sombras, y Tú eres la Luz; en nuestros corazones se insinúa

la desesperanza, y Tú los haces arder con la certeza de la

Pascua. Estamos cansados del camino, pero Tú nos confortas

en la fracción del pan para anunciar a nuestros hermanos

que en verdad Tú has resucitado y que nos has dado la misión

de ser testigos de tu resurrección.

Quédate con nosotros, Señor, cuando en torno a nuestra fe

católica surgen las nieblas de la duda, del cansancio o de la

dificultad: Tú, que eres la Verdad misma como revelador del

Padre, ilumina nuestras mentes con tu Palabra; ayúdanos a

sentir la belleza de creer en Ti.

Quédate en nuestras familias, ilumínalas en sus dudas,

sostenlas en sus dificultades, consuélalas en sus sufrimientos

y en la fatiga de cada día, cuando en torno a ellas se acumulan

sombras que amenazan su unidad y su naturaleza. Tú

que eres la Vida, quédate en nuestros hogares, para que sigan

siendo nidos donde nazca la vida humana abundante y

generosamente, donde se acoja, se ame, se respete la vida

desde su concepción hasta su término natural.

Quédate, Señor, con aquellos que en nuestras sociedades son

más vulnerables; quédate con los pobres y humildes, con los

indígenas y afroamericanos, que no siempre han encontrado

espacios y apoyo para expresar la riqueza de su cultura y la

sabiduría de su identidad. Quédate, Señor, con nuestros niños

y con nuestros jóvenes, que son la esperanza y la riqueza

de nuestro continente, protégelos de tantas insidias que atentan

contra su inocencia y contra sus legítimas esperanzas.

¡Oh buen Pastor, quédate con nuestros ancianos y con nuestros

enfermos! ¡Fortalece a todos en su fe para que sean tus

discípulos y misioneros!

DOCUMENTO CONCLUSIVO

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CONCLUSIÓN

Al concluir mi permanencia entre vosotros, deseo invocar la protección

de la Madre de Dios y Madre de la Iglesia sobre vuestras personas

y sobre toda América Latina y El Caribe. Imploro de modo especial

a Nuestra Señora –bajo la advocación de Guadalupe, Patrona de América,

y de Aparecida, Patrona de Brasil– que os acompañe en vuestra

hermosa y exigente labor pastoral. A ella confío el pueblo de Dios en

esta etapa del tercer milenio cristiano. A ella le pido también que guíe

los trabajos y reflexiones de esta Conferencia General, y que bendiga

con abundantes dones a los queridos pueblos de este continente.

Antes de regresar a Roma, quiero dejar a la V Conferencia General

del Episcopado de Latinoamérica y El Caribe un recuerdo que la acompañe

y la inspire. Se trata de este hermoso tríptico que proviene del arte

cuzqueño del Perú. En él se representa al Señor poco antes de ascender

a los cielos, dando a quienes lo seguían la misión de hacer discípulos a

todos los pueblos. Las imágenes evocan la estrecha relación de Jesucristo

con sus discípulos y misioneros para la vida del mundo. El último

cuadro representa a san Juan Diego evangelizando con la imagen de la

Virgen María en su tilma y con la Biblia en la mano. La historia de la

Iglesia nos enseña que la verdad del Evangelio, cuando se asume su

belleza con nuestros ojos y es acogida con fe por la inteligencia y el

corazón, nos ayuda a contemplar las dimensiones de misterio que provocan

nuestro asombro y nuestra adhesión.

Me despido muy cordialmente de todos vosotros con esta firme

esperanza en el Señor. ¡Muchísimas gracias!

 

 

 
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